Mi futbolista de película
Unaleosinguión
Todo empezó una noche de verano (¿suena bien eh? Pues espera a leer el final). Una noche que comenzó con un “venga, tía, vamos a tomar algo” y terminó en una fiesta con amigos. Amigos de hace poco tiempo, sí, pero ¿cuánto tiempo de amistad se necesita para compartir una fiesta? En fin, eso no es lo importante… Lo realmente importante es que terminé durmiendo con un tío que no conocía de nada, pero del que me enamoré con tanta fuerza que no parecía real. Y así fue: puro espejismo.
Al día siguiente, la película Disney que me monté en la cabeza se convirtió en una película de sábado a las cuatro de la tarde: “Ah, no te lo he dicho… el próximo finde vuelvo a EE. UU.; estudio allí”.
Sí, chicas, mi intensidad ERA enorme… mis expectativas en el amor también.
Os cuento cómo fue la noche más ¿romántica? de mi vida. Bueno, quizás exagero: no la más romántica, pero sí la que yo recuerdo como la típica película americana de adolescentes, institutos y amores.
La noche empezó tranquila: una amiga y yo de botellón con un grupo de amigos suyos (no es bonito, pero… todos lo hemos hecho alguna vez de jóvenes. Madre mía, parezco toda una señora hablando así).
Entre trago y trago de ron con cola —que no me gustaba especialmente, pero claro, ¿cómo no vas a beber si tienes 21 años y quieres encajar en un sitio que no es el tuyo?— me entraron ganas de hacer pis… Así que nos fuimos las dos juntas (como la mayoría de las chicas, solemos ir al baño en pareja). Fingíamos que sabíamos andar con los tacones y nos hacíamos las dignas con nuestros preciosos vestidos de verano, pero con un frío…
Nos contábamos las batallitas de la semana cuando, al cruzar por el aparcamiento, vimos a dos chicos sentados con un vaso cada uno. Me quedé mirando a uno de ellos: el chico más guapo que había visto en mucho tiempo, con una sonrisa preciosa que me dejó rendida a sus pies en ese momento.
Y sí, el tiempo parecía pararse, y también su mirada se cruzó con la mía y, por supuesto, los dos sonreímos… pero necesitaba hacer pis, así que mi objetivo era claro: llegar al baño (en este caso, al arbusto más cercano).
A la vuelta tenía que hacerme la diva: sonrío con mi amiga, me toco el pelo (nunca falla)… pero no vuelvo a mirar, no vaya a ser que me pille y se crea que me ha gustado un poco.
Nada interesante en las dos horas siguientes hasta que… nos quedamos sin hielos. ¿Y a quién se los íbamos a pedir? Pues para allá fuimos las dos. Añado que a mi amiga le gustó el amigo del chico que me gustó a mí. ¿Qué podía salir mal? (Que se fuese a EE. UU. en una semana, por ejemplo, pero eso aún no lo sabía…).
Nos presentamos, se sonrieron entre ellos y allí nos quedamos. Solo recuerdo que todo lo que me contaba me encantaba, absolutamente todo. Su sonrisa me dejaba totalmente hipnotizada; nunca me he vuelto a sentir así: tan vulnerable y a la vez tan feliz. Creo que se me veían corazoncitos rosas alrededor de la cabeza.
Nos fuimos a bailar (cosa que me encanta) y la cosa mejoró: bailaba y me agarrabaLa cintura como si nunca fuera a soltarme, y por fin nos besamos. Si ya estábamos pegados, pues ahora más. Yo ya empecé a pensar en el nombre de nuestros hijos, inocente de mí…
La noche siguió, y mejoró. Todos a casa de mi amiga —añado que era un chalet de cuatro plantas y yo vivía en un pisito de 45 m²—. Nos tocó la planta de abajo. No paramos de hablar, reír, besarnos y también de f… toda la noche. Todo lo malo de mi vida desapareció de un plumazo. Y yo, más me enamoraba.
Sí, sí era amor: mariposas en el estómago, cosquillitas en otros sitios… todo perfecto para que me tragase el cuento que yo sola me iba contando.
No dormimos, pero sí nos miramos —yo diría que hasta nos estudiamos el uno al otro—. Le miraba a los ojos y sentía que ahí estaría segura; me besaba de una manera que me hacía sentir única, y su forma de acariciarme era tan intensa… que necesitaba más y más .
Al día siguiente vino a mi casa y se quedó conmigo todo el día; al siguiente fui yo a la suya. Esos dos días no duraron más que un par de horas en mi cabeza, y por fin me lo dijo: en unos días se iría a miles de kilómetros. Nuestro chico de película tenía una beca para jugar al fútbol en una universidad de allí (os dije que era una historia de película, real…). Y con la misma velocidad con la que subí a las nubes, caí de golpe. Pero como buena niña tonta, volví a pensar: “¿Qué puede salir mal?”.
No nos separamos en toda esa semana: cada día era mejor que el anterior y cada beso me daba más la razón; era el chico con el que todas hemos soñado alguna vez.
También recuerdo nuestra despedida como si fuera ayer: me regaló la típica sudadera de universidad americana y un beso infinito puso el punto final… con abrazo de oso incluido. Me quise convencer de que volvería a mí con los brazos abiertos, así que los siguientes meses se centraron en nuestras conversaciones diarias por Skype: ni un día fallamos.
Esperé ansiosa su vuelta por Navidad. Ya pensaba que me traería un anillo de compromiso, pero me trajo un muffin de chocolate y un beso con sabor a cerveza (casi me da algo: mi príncipe parecía el malo de cualquier película de TV). En los 20 días que estuvo aquí lo vi menos que al amor verdadero en una app de citas.
Así que nada, decidí quererme yo más de lo que me quería él, y llegué a varias conclusiones. La primera es que no podemos fiarnos de las películas románticas y que las expectativas que nos montamos solo sirven para que la vuelta a la realidad sea más dura. Y la otra, que los chicos perfectos no existen más que en nuestra cabeza: hay tara fijo.
Pero ¿sabéis otra cosa? Los chicos siempre vuelven, y mi amorcito no iba a ser menos. Cuando acabó el curso volvió y, por supuesto, me llamó. Y lo intentó todo, pero ¿sabéis qué? Cuando decepcionan a una Leo… es muy difícil volver atrás.
Porque, chicas, ¿sabéis qué? Mi prioridad soy yo.
Esta es mi historia de amor y desamor… con mi futbolista de película.
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